viernes, 30 de mayo de 2008

Julián Ganzábal, el antecesor de Vilas


Cuando el tenis amanecía en la Argentina, él fue un gran precursor. Julián Ganzábal, nacido el 25 de agosto de 1946, comenzó a jugar a los 9 años, cuando su padre compró una casa con cancha de tenis. A los 10, era 5° en el ranking nacional de juveniles. A los 20, el mejor del país.
Entre 1965 y 1970 nadie lo superó. Inamovible en la Davis, está entre los que más triunfos lograron (15, con 9 derrotas). “Una vez falté a una final para llegar entero a la Copa”, contó. Pero los números no describen a su prodigiosa derecha manejando la raqueta a voluntad; ni que jamás perdió su grandeza en la derrota. Porque Guillermo Vilas lo relegó al segundo lugar en el ranking argentino y en la consideración general en el ’71. Y, cuando se sumó Ricardo Cano en el ’75, Ganzábal empezó la curva descendente de una carrera destacada, que finalizó en 1981.
Su mejor ranking ATP fue 68°, en 1976. Claro que fue creado en 1972, junto al ATP Tour: allí, totalizó 112 partidos (ganó 48). Luego entrenó a su hermano Alejandro y jugó en Veteranos. Su día imborrable: el triunfo en Gstaad ’69 ante el australiano Fred Stolle, ganador de Roland Garros en 1965 y el US Open en 1966: 4-6, 6-3 y 6-1. Imborrable, como su temprana pasión por el tenis.

PUBLICADO EN ‘EL GRAN TENIS ARGENTINO’, SEPTIEMBRE DE 2005

domingo, 4 de mayo de 2008

Ser de Racing


Racing es un caso único. Su historia, rica en mitos, glorias, penas, asombros, surrealismo, acumula páginas y capítulos a la velocidad del Piojo López. Luego de agarrarse a trompadas con la fatalidad para ganar un torneo argentino después de 35 años, parecía que 'los de Racing', esos simpáticos fenómenos de la naturaleza que repiten la sensación de tristeza y desazón y angustia y esperanza arremolinadas en una bolsa de minutos, esos nómades del ánimo, esos tipos que no se entiende, no se entiende qué hacen por la vida revoleando remeras, qué hacen por la muerte izando el amor absolutamente imperfecto que sienten por la existencia, parecía que los de Racing iban a poder respirar, eso único que piden en cada oración, en cada rezo, en cada mirada. Una noche de 2003 se fueron de la Copa Libertadores invictos, como el mejor equipo de América pero eliminados en una tanda de penales extraña, llena de repeticiones y grises, y otra vez la maldición de vaya a saber qué obsceno demonio les cayó en el alma.
Hoy, Racing juega contra sí mismo. Sus fieles ya no piden títulos ni hazañas, piden aire. Se respira en las tribunas el sabor a Tercera Guerra Mundial, a Juicio Final. Racing parece enfrentar la prueba máxima de su existencia, aun para corazones que descendieron, quebraron, desaparecieron durante algunas horas. A los de Racing no les importa si enfrente está Boca, Independiente, Arsenal o San Martín de San Juan. Miran hacia adentro. Tratan a la punta, a las copas internacionales, como algo ajeno que no les incumbe. Se mueren una y otra vez, creen que llegó lo peor, pero comprenden su error pocos segundos después. No les importa, no puede importarles quién está enfrente. Racing juega un torneo paralelo al resto del Universo: el de las utopías, el de padres e hijos, el de tíos y sobrinos que se sostienen mutuamente con la insostenible certeza de que alguna vez van a respirar en paz.
Cornisa infinita esta vida de Racing, que camina a veces con miedo exagerado y a veces con valentía admirable. Camina siempre. Ya ni disimulan tanto defecto, los de Racing. Van por la vida a cara descubierta, con la sonrisa siempre atragantada, con nostalgia inversa: extrañan un futuro mejor. Les pasan todas, pero todas, una atrás de la otra, los milagros se les ríen en la cara. ¿De dónde sacan fuerzas para estar otra vez, y otra, y otra, en la misma tribuna, en la misma atmósfera irreal, en el mismo sueño? Para mantenerse en Primera, para que no rematen sus bienes, para que una empresa no les robe, para que pueda funcionar su escuela, para que no les cambien el nombre: para no morirse gritan los de Racing. Gritan durante los 90 minutos y gritan durante el resto de la semana. Son tipos raros. Ni buenos ni malos: distintos son.
El domingo perdieron el partido que no tenían que perder, sobre la hora, con un gol sin explicaciones, sin merecerlo, después de ir ganando. Por milésima vez. Los hinchas de Racing están destruídos, inconsolables, arrasados por esas tristezas que, de tan hondas, no alcanzan a comprenderse. En algún instante, quizá mañana, sonreirán aunque nada les haya sonreído. Alguien, ingenuo, osado, les preguntará por qué sonríen. Y con lo que les queda de garganta, responderán, irrefutables: "porque soy de Racing".