Por Martín Estévez
A los que no corremos ni
el colectivo nos cuesta entenderlo, pero miles de personas son felices
atravesando más de cien kilómetros en la cordillera de los Andes bajo un sol
abrasador. Intentamos entender el porqué.
“Antes que nada, sepan
que vienen acá para sufrir”. Esas son las alentadoras palabras que escuchan los
corredores en la charla de bienvenida, la noche previa a empezar el Cruce
Columbia. ¿Qué es el Cruce Columbia? Una competencia en la que durante tres
días hay que correr más de 100 kilómetros sobre montañas, uniendo
simbólicamente Chile y la
Argentina. ¿Gana alguien? Sí, el que completa el trayecto en
menos tiempo. ¿Hay que pagar para competir? Claro: 4.600 pesos los argentinos;
900 dólares los extranjeros. ¿Pagar para sufrir? Algo así. Es difícil de
explicar para los que no vamos al gimnasio ni cuidamos nuestro cuerpo con
devoción, pero algunos viven el cruce como unas vacaciones, un momento único para
el que se preparan durante meses y del que disfrutan sin importar tiempos y
resultados. Es probable que algunos de nuestros lectores sí los entiendan, nos
disculpamos rápidamente con ellos por la falta de empatía.
Para llegar al punto de
partida, en Chile, los periodistas caminamos tres kilómetros en subida hasta la
base del volcán Villarrica. Hace mucho calor. Mucho. El sol es un látigo.
Arriba buscamos sombra, pero no aparece. Lo que aparece son centenas de
personas que van a correr 31,5 kilómetros . Sobre montañas. Para arriba y
para abajo. Hace calor. Mucho calor. Y nadie les paga por esto. No sólo no les
pagan: ¡ellos pagan por estar acá! Y están felices.
“Muchos nos dicen que
estamos locos”, reconocen los competidores. Pero no podemos quedarnos con una
explicación tan torpe. Tampoco limitarnos a “superarse a uno mismo” y esas
definiciones de libro de autoayuda. Estamos en Chile ante una organización
gigantesca que montó campamentos para miles de personas. Con comida, bebida,
baños, carpas, médicos y masajistas para todos. Hay corredores de 30 países que
viajaron durante horas para estar acá. Están exultantes, se sacan fotos, se dan
ánimo unos a otros. Casi ninguno tiene menos de 35 años. Definitivamente,
sucede algo que no terminamos de entender.
¿Por qué? ¿Por qué toda
esta gente está acá, y tan feliz? Vos, el de allá, ¿por qué estás en Chile un
jueves a las 9 de la mañana para correr durante seis horas? “Venís para mejorar
tu vida –explica Luis, que tiene 43 años y vive en Gerli–. Yo soy taxista. Imaginate:
casi doce horas arriba del auto, vida sedentaria, te das cuenta y pesás cien
kilos. Tenés que bajar. ‘¿Qué hago?’, te preguntás. ‘Y bueno, corro’. Y después
te acostumbrás a correr, te gusta, y decís ‘corro para algo’. Te anotás en la
primera carrera y no parás más”. Luis nos obliga a comernos los prejuicios: no
todos son adinerados de vida fácil que no saben qué hacer. Este tipo sale de su
casa a las 8 de la mañana, se baja del taxi a las 18.30 y se va a correr.
“Diez, veinte, treinta kilómetros, depende del tiempo que tenga”.
Vemos partir a Elisa, de
78 años, lista para correr durante tres días y dormir en carpa. Vemos al Loco
de la corneta, un habitué de las carreras de aventura que se la pasa tocando su
instrumento. Vemos a un recolector de residuos que, luego de quemarse los pies,
empezó a hacer la recolección en alpargatas para evitar lastimarse, y se
acostumbró tanto que ahora corre sobre montañas con alpargatas. Chilenos,
brasileños, colombianos, todos saliendo a correr como si correr fuera un premio.
La obligación
periodística obliga a contar que el segundo día de competencia llegaron al
volcán Quetrupillán, en Chile, y que durante el último atravesaron la Aduana corriendo, mostraron
los documentos y siguieron hasta la base del volcán Lanín, en Neuquén. Que el
ganador en individuales fue el estadounidense Max King (ya conocido dentro del
ambiente) con 7h 56m, y que el mejor argentino fue Gustavo Reyes, 4° con 8h
27m. Completaron la carrera 696 personas en individuales y 1.348 en pareja, categoría
en la que triunfaron los argentinos Pablo Ureta y Ezequiel Morales. Ah: Elisa
llegó a la meta.
Ya en la entrega de
premios, los cruzamos a todos. Ahí está Luis, que corrió en pareja con Leonel.
“Me descompuse, fui de cuerpo, me quedé sin fuerzas en la mitad de la carrera”,
cuenta Leonel con cara de destruido. “¿Terrible, no?”, lo compadecemos. “No,
¡fue genial! –sonríe–. Yo pensaba ‘tengo que llegar, tengo que llegar, tengo
que llegar’. Y llegué”. No puede decir que no se lo advirtieron: “Sepan que vienen
acá para sufrir”.
PUBLICADO EN EL GRÁFICO Nº4432 (MARZO DE 2013)
PUBLICADO EN EL GRÁFICO Nº4432 (MARZO DE 2013)
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