domingo, 25 de julio de 2010

Juan Pablo Montoya: temporada de caza

EL COLOMBIANO TRANSITA SU TERCER AÑO EN LA NASCAR Y SABE QUE ES EL MOMENTO JUSTO PARA CUMPLIR SU GRAN OBJETIVO: CLASIFICARSE POR PRIMERA VEZ PARA EL CHASE, EXCLUSIVO PARA LOS DOCE MEJORES PILOTOS.

"Esperaba mucho más de mis primeras temporadas en NASCAR. Pero han habido muchos problemas y me faltó suerte en algunos momentos. Así son las carreras". Es difícil aceptar que esas palabras conformistas pertenezcan a un piloto acostumbrado a ganar, ganar y ganar. Es difícil aceptar que esa resignación a la fatalidad pertenezca a Juan Pablo Montoya.

La sensación es ambivalente. ¿El colombiano ha perdido el fuego interno, el ansia de ser el mejor, la avaricia de autosuperación? ¿O sólo son declaraciones políticamente correctas, y su alma clama por volver a robarse las miradas de la afición del automovilismo? Esta temporada que transita sus primeras emociones, la tercera de Montoya en la NASCAR, será un paso adelante hacia la verdad.

Su llegada a la más popular categoría estadounidense se produjo en 2006, precedida por un amontonamiento de triunfos. Por eso se espera tanto del hombre nacido en Bogotá en 1975. Por eso sus resultados en los ultraveloces óvalos han decepcionado.

¿Tanto había hecho Montoya antes de la NASCAR? Sí. Entre 1990 y 1998 fue campeón mundial juvenil de karts; de la categoría Swift GTI; de Fórmula N Mexicana, de la Fórmula 3000 Internacional... Parece una simple enumeración, pero detrás de cada logro existió un escollo alto que Juan Pablo superó.

Vivió meses difíciles en 1997: para correr en la Fórmula 3000 tuvo que mudarse a Austria. No sólo debió adaptarse a carros nuevos, convivir con un idioma incomprensible y soportar la presión de que su futuro estaba más en juego que nunca. También chocó permanentemente con Helmuth Marko, el dueño de su equipo. ¿Abandonó la categoría, volvió a Colombia? Nada de eso: un año después era campeón en el mismo equipo, con las mismas presiones. El siguiente paso en su evolución fue el ingreso en la serie CART. Y, ante la mirada de miles de estadounidenses, un latinoamericano poco conocido se coronó campeón en su temporada debut (1999).

Frank Williams lo había contratado como piloto de pruebas en 1997 y, tras el triunfo de Montoya en las 500 Millas de Indianapolis (en 2000), el salto hacia la Fórmula 1 era esperable. ¿Allí comenzó su descenso? No. Si no se consagró campeón no fue por falta de talento, sino porque para conseguir un título en la máxima categoría deben amigarse muchos factores. Pero no puede considerarse declive a la experiencia de ganar siete Grandes Premios. En Williams obtuvo cuatro entre 2001 y 2004. En 2005 pasó a McLaren: ganó tres competencias más y en septiembre, durante un ensayo en Monza, corrió a 230 millas por hora, consiguiendo el record de velocidad en la historia de la categoría.

¿Tan poco hizo Montoya desde su llegada a la NASCAR? Sí. Para cualquier piloto no estaría mal. Pero él no es cualquier piloto. Alguna vez señalado como el sucesor de Ayrton Senna, Juan Pablo ha generado inmensa admiración y múltiples esperanzas. Y en el único sitio donde no las ha solventado es en la NASCAR. Su arribo fue en 2006, contratado por el equipo de Chip Ganassi. En esta etapa, claramente de adaptación, Montoya participó en tres carreras de la Busch Series (la segunda en importancia en el mapa NASCAR) y una en la Nextel Cup (la principal), sin buenos resultados.

Su primera temporada completa sería la de 2007, y el ambiente del automovilismo, como el colombiano ya había sumado muchas millas de rodaje, esperaba una explosión que nunca llegó. Sin embargo, fue un año más que aceptable: venció en las 24 horas de Daytona (junto a Scott Pruett y Salvador Durán) y en junio se convirtió en el primer latino en ganar en la Nextel Cup. Lo hizo en el Infineon Racing; había largado 32º. Esa victoria fue la clave para finalizar como Novato del Año.

¿Por qué, entonces, se habla de decepción? La respuesta está en el 2008. Haber ganado nuevamente en Daytona fue lo único positivo: en apenas 3 de las 36 carreras finalizó Top Ten, terminó 25º en el campeonato y no obtuvo ningún triunfo. “Correr en NASCAR es lo más difícil que he hecho en mi carrera. Mucho más que la Fórmula 1. Si uno queda décimo aquí, hizo una buena carrera. En NASCAR, tener una buena máquina no te garantiza terminar en los primeros puestos”, justifica Juan Pablo. “La temporada 2008 no fue buena –reconoce–, aunque creo que las cosas van a mejorar mucho con la fusión del Chip Ganassi Racing con Earnhardt Inc., especialmente por la experiencia que ellos tienen”. Sí: este año dos de los principales equipos de NASCAR se han unido, y Montoya debería ser uno de los beneficiados. Su carro sigue siendo el Nº42, pero ya no se trata de un Dodge de los que lo hicieron penar en el pasado, sino de un Chevrolet Target.

Las dos caras de Montoya, la conformista y la ambiciosa, también se fusionan. “Hay que ser pacientes. Los resultados se darán dentro de dos o tres años”, pisa el freno. Pero su mente, instintivamente, busca el acelerador: “No puedo soportar ir a algún sitio diciendo ‘soy el número 15’. A mí no me gusta eso”.

La temporada comenzó con resultados irregulares. Montoya marcha 21º, lejos del objetivo 2009: ingresar en el Chase, la Caza, honor reservado para los 12 mejores del año. Pero aún restan decenas de carreras y él, pese a las dificultades, no piensa en abandonar la carretera NASCAR: “Estoy muy feliz aquí. Mi familia y yo estamos muy contentos en Estados Unidos y no se me pasa por la cabeza regresar a la Fórmula 1. Aunque me llamaran McLaren o Ferrari, no iría. Sé que para los aficionados éste es un deporte muy complicado, pero estoy seguro de que cuando empiece a ganar carreras y los resultados mejoren, los mismos que me critican por haber dejado la Fórmula 1 aprenderán sobre NASCAR y seguirán las competencias”. Y, cuando lo dice, en sus ojos asoma el fuego interno, el ansia de ser el mejor, la avaricia de autosuperación que parecían escondidos. Los mismos que brillaban cuando, aunque no sabía caminar, se subía a un carrito Fisher Price y repetía, una y otra vez, sus primeras palabras: “¡Brum, brum, brum...!”.


PUBLICADO EN FOX SPORTS (PUERTO RICO) Nº25, ABRIL DE 2009

jueves, 22 de julio de 2010

Dale Earnhardt: más veloz que el olvido

SE CUMPLEN OCHO AÑOS DE LA TRÁGICA MUERTE DE UNO DE LOS MÁS GRANDES PILOTOS DE LA HISTORIA DE LA NASCAR: DALE EARNHARDT, EL INTIMIDADOR.

“It’s just racing” (“Son simplemente carreras”) decía con rostro de bueno y sonrisa serena cada vez que le hablaban de su agresividad en las pistas. Lo admiraban por osado, lo rechazaban por deportivamente inescrupuloso. Corría para ganar y no se conformaba con ningún otro verbo. Con esas acuarelas pintó su fatídica trayectoria: la de uno de los mejores de la historia de la NASCAR.

El 29 de abril de 1951 fue el primero de los 18,193 días que Dale Earnhardt vivió. En Kannapolis, Carolina del Norte, el sitio donde aprendió a ser niño, no había lujos para él. Era un pueblo dedicado a la agricultura, aun cuando las condiciones del suelo no eran favorables. Su padre, Ralph, trabajó durante mucho tiempo cosechando algodón, pero no era feliz: lo suyo eran los carros. Los cuidaba, los arreglaba, los mejoraba. Y, en cuanto tuvo la posibilidad, comenzó a competir.

Su dedicación imperiosa (porque se dedicaba a esquivar su infelicidad) tuvo premio: en 1956 ganó el Sportman Championship, un circuito menor de la NASCAR. Sin embargo, en los ’50, ser campeón no equivalía a obtener una fortuna y Dale tuvo que recorrer su camino casi sin ayuda económica.

Estudiar no parecía una opción para él: había repetido 9º grado y no mostraba aptitudes. Alguna vez reconoció que sus numerosos errores de ortografía lo acompañaron hasta su adultez. ¿Qué sería de su vida, entonces? De tanto ver a su padre agotado por el algodón y sonriente por las carreras, Dale ni siquiera tuvo que esforzarse para saber qué deseaba. Desde muy joven ya competía con aficionados, pidiendo dinero prestado a todo aquel que confiara en él. Su plan era devolverlo mediante los premios que recibiera en cada competencia. Pero cuando Dale no conseguía finalizar entre los primeros, las deudas crecían.

Su vida sentimental era tan vertiginosa como su modo de manejar: a los 24 años había vivido muchas experiencias. A los 17 se casó por primera vez y de ese matrimonio nació su primer hijo, Kerry. Se separó y volvió a casarse a los 20, esta vez con Brenda Gee (hija de Robert Gee, un piloto de NASCAR), con quien tuvo una niña y un niño (Dale Jr.). Y su padre murió en 1973 por un ataque al corazón.

Dale sufrió. Sufrió mucho. Le faltó dinero cuando le sobraba entusiasmo. Le faltó entusiasmo cuando ver dinero ya era una rareza. Persistió. Dudó. Y siguió intentando. Por fin llegó a la NASCAR y debutó en 1975, conduciendo un Dodge y finalizando 22º en la ‘World 600’ de Charlotte.

En sus primeros cinco años en la categoría participó solamente en nueve competencias, logrando su mejor resultado en la ‘Dixie 500’ de Atlanta (4º puesto en 1978). El salto al éxito llegó en 1979, cuando se incorporó al equipo de Rod Osterlund: ganó una carrera (Bristol), finalizó once veces entre los cinco primeros, obtuvo el premio al Novato del Año y terminó 7º en las posiciones.

En la temporada de 1980, con su Chevrolet Monte Carlo Nº2, sorprendió: ganó 5 veces (Atlanta, Bristol, Nashville, Martinsville y Charlotte) y en 19 de las 31 competencias finalizó entre los primeros cinco. Sí: campeón. El adolescente al que le pedían que consiguiera “un trabajo de verdad” y abandonara los carros era campeón de la NASCAR.

La alianza Earnhardt-Osterlund prometía una seguidilla que no se produjo. Porque el equipo fue vendido en 1981 y Dale corrió ese año para el Richard Childress Racing. El 7º puesto final (sin triunfos) fue la evidencia de que algo no funcionaba bien.

Después de otras dos temporadas irregulares (12º en el ‘82, 8º en el ‘83, ambas con un Ford Thunderbird), formó otra alianza ganadora. Y, esta vez, la seguidilla se produjo. Comenzó a trabajar junto al equipo de Richard Childress en 1984, año en el que se amarró al número 3 y nunca más lo quitó de su carro. Aunque el 4º y 8º lugar en los dos primeros campeonatos no resultaron llamativos, en ese período Earnhardt consiguió seis triunfos y volvió a ser animador de los puestos de vanguardia.

La Era Earnhardt
Aunque ya tenía un título adornando su nombre, si Earnhardt se convirtió en un referente indisimulable de la historia de la NASCAR es por lo sucedido entre 1986 y 1994. Aun cuando no obtuvo absolutamente todos los campeonatos, cada evento de ese período estuvo regado por sus colores: impertinencia, peligro, vértigo. La NASCAR se convirtió en un terreno deportivamente violento en el que dominaban las reglas de Dale: manejar sin reglas.

Desde adolescente aprendió que tenía que ganar para comer, ganar para sostener a sus hijos, ganar para esquivar la infelicidad. Y sobre un carro no sabía hacer más que buscar el triunfo sin escrúpulos. Los rivales comenzaron a sentir la maldita sensación de impotencia, tensión, furia cuando Earnhardt asomaba en sus espejos retrovisores. Dale tenía un buen carro y entonces los iba a presionar, manipular, golpear, desquiciar al límite del reglamento. El sobrenombre de “Intimidator” surgió de sus propios rivales. Ganarle no era para grandes pilotos: era para los de persistente valentía. “Sólo sé conducir de una forma, con agresividad y a toda velocidad -juraba-. El día que no lo pueda hacer me marcharé”.

En 1986 ganó 5 de las 29 competencias y fue Top Ten en 23. Siempre adelante, obtuvo su segundo título de campeón. En 1987 ganó 11 de las 29 competencias. Siempre adelante, obtuvo su tercer título de campeón. Y en 1990, y en 1991, y en 1993, y en 1994... Siempre adelante, siempre campeón. Con siete títulos ganados, igualó la marca de Richard Petty y entró sin curvas en el panteón de la NASCAR, junto a los dioses de la velocidad.

Bandera a cuadros
El Nº3 en su carro negro ya era una marca registrada, él era el símbolo máximo de la NASCAR y en su futuro sólo parecían esperar records. Aunque Earnhardt no tuvo popularidad internacional (en muchos países su nombre es completamente anónimo), en Estados Unidos era un ídolo nacional, polémico, triunfante. Era un gigante. Pero ningún logro amansó su instinto. Fue en busca del octavo título, de lo máximo, con la misma audacia que tenía a los 20 años.

En 1996 sufrió un terrible accidente que le provocó la rotura de su clavícula derecha en el circuito de Talladega; jamás pensó en abandonar su Chevrolet negro número 3. Y en 1998 cerró otro desafío pendiente: después de veinte años de intentos, ganó las 500 millas de Daytona, prueba emblemática de la NASCAR.

Ya vivía con su tercera esposa, Teresa, y con su cuarta hija, Taylor. Dale Jr. ya era piloto e incluso corría en su misma categoría. Ya había ganado más de 41 millones de dólares. Ya había preparado cientos de barbacoas para sus amigos. Quería más. “¿Qué daría por ganar mi octava Copa Winston? Pasaría por encima de mi madre, arrollaría a mi mujer y sepultaría a mi hijo por ganar otro título”, se animó a decir en broma... y un poco en serio, porque terminaría dejando su vida en busca del record.

El 18 de febrero de 2001 fue el último de los 18,193 días que Dale Earnhardt vivió. Justamente en las 500 millas de Daytona, la victoria volvió a obsesionarlo tanto como en el pasado. En la última de las 200 vueltas de una carrera magnífica, mientras perseguía a Michael Waltrip y a su propio hijo, realizó una frenada intensa y Sterling Marlin, que venía detrás, lo embistió y dio inicio a un accidente que involucró a una veintena de vehículos. Earnhardt colisionó contra el muro de protección a 170 millas por hora y los golpes recibidos en el cráneo causaron su muerte.

“Dale era el Michael Jordan de nuestro deporte. Siempre pensamos que era invencible”, dijo H. A. Wheeler, propietario del circuito de Daytona. En Estados Unidos se habló de tragedia, de fatalidad, de desgracia evitable, de un momento histórico. Dale, seguramente, sólo hubiera sonreído y dicho, una vez más: “It’s just racing”.


LA LEYENDA CONTINÚA

Dale Earnhardt jr. es un prolijo sucesor. El destino quiso que, en la carrera en la que su padre murió, él lograra un gran 2º puesto.

La familia Earnhardt ya suma tres generaciones de esplendor automovilístico. Si su abuelo Ralph fue el precursor y su padre Dale la gran estrella, Dale Jr. está transitando una carrera que seguramente no logrará el brillo estrepitoso de papá, pero que ha logrado tener características y virtudes propias.
Nacido el 10 de octubre de 1974, obtuvo el título de la Nationwide Series en 1998 y 1999, convirtiendo a los Earnhardt en la primera dinastía de tres generaciones campeonas de NASCAR.
En ese 1999 debutó en la Winston Cup y un año después consiguió, en el trazado de Texas, su primer triunfo. En 2001 vivió su día más dramático: en Daytona, durante la última vuelta, su padre sufrió un accidente fatal segundos antes de que Dale Jr. lograra un meritorio 2º puesto.
Pese a ser permanente animador, el título mayor de la NASCAR se le resiste: finalizó 3º en la temporada 2003, y 5º en 2004 y 2006. Suma 18 triunfos en Cup Series (incluyendo Daytona en 2004), lejos de los 76 de su padre pero ingresando en el listado de los 40 pilotos con más festejos en la historia.
La portación de un apellido legendario, su carisma y sus buenos resultados lo convirtieron en uno de los personajes más importantes de NASCAR del siglo XXI. Fue elegido cinco veces, por los aficionados, como el piloto más popular de la categoría.
Aunque ha conseguido muchos menos resultados que su padre, lo supera económicamente: Dale Jr. ha acumulado más de 46 millones de dólares en ganancias.
En 2008 tomó la decisión de abandonar el equipo fundado por su padre (Dale Earnhardt Inc.) y unirse a la escuadra Hendrick Motorsports. En busca, claro, de lo mismo que buscaba su padre: ganar, ganar y ganar.

PUBLICADO EN FOX SPORTS (PUERTO RICO) Nº24, MARZO DE 2009

viernes, 16 de julio de 2010

La violencia es sólo una moda pasajera

Ya se presentaron los principales temas de interés de la colección ‘otoño-invierno 2009’ del fútbol argentino. Sin embargo, en [W] preferimos la memoria constante al glamour fugaz.

El escritor argentino Hernán Casciari tipeó alguna vez: “Todos los temas del mundo son una moda”. La teoría, bastante transgresora, se cumple con eficacia sorprendente en el fútbol argentino.

La disputa Maradona-Riquelme en la Selección, el retorno de Martín Palermo, la aparición del salvador Cristian Fabbiani, y dos o tres asuntos más rebotaron una y otra vez en los medios de comunicación durante febrero. Lo demás parecía solucionado.

Parecía solucionada, por ejemplo, la violencia. Parecía que no había miedo, que no golpeaban a los hinchas en los accesos, que no había amenazas ni robos ni barrabravas. Hasta parecía que los hinchas visitantes podían ir a las canchas en las divisiones de ascenso. La violencia, desde hace meses, no era prioridad. Los enfrentamientos entre la barra de Boca y las amenazas al plantel de Racing consiguieron que ese grave problema social y educativo volviera a ganar espacio en los medios. Pero antes… ¿por qué no se hablaba del peligro permanente que es el fútbol argentino?

También parece solucionado el tema de las drogas. Parece que no hay más casos de doping porque los futbolistas se han aislado de una sociedad que sí consume. No, no, mejor aun: parece que la sociedad ya no precisa ni utiliza drogas. Por eso el fútbol argentino no tiene conexión con esos asuntos. Si no fuera así, ¿por qué no se sigue debatiendo si el uso de drogas sociales debe castigarse o no?

Hace mucho tiempo que no escucho a alguien hablar de Juan Pablo Sorin, símbolo de la Selección en el Mundial 2006. Nadie analiza qué sucede con Javier Saviola y Pablo Aimar, jugadores brillantes que han visto su carrera declinar cuando deberían estar en su punto máximo. A esta altura no sé si el Chelito César Delgado sigue jugando, si en Genoa hay algún argentino en alto nivel o si los baños de las canchas siguen siendo un asco. ¿Por qué temas deportivamente vitales hasta hace poco tiempo hoy parecen no existir?

Sobre la violencia se hablará durante algunas semanas. Después, el olvido. El mundo del fútbol continuará atento al uso del aerosol para marcar la distancia en los tiros libres, a conseguir una declaración de Riquelme o a esperar la segunda parte de Arruabarrena barrenando en una publicidad. Los demás temas (preocupantes, urgentes o interesantes) esperarán su momento de auge. Porque hasta que Maradona no compare a Diego Milito con Sergio Agüero, hasta que no haya un doping positivo o hasta que no se sufra otra muerte en las canchas, no habrá debates, opiniones, investigación ni justicia. Porque los buenos delanteros, el control antidoping y el contexto social del fútbol, sencillamente, no están de moda.


PUBLICADO EN REVISTA [W] Nº2, MARZO DE 2009

lunes, 12 de julio de 2010

Planeta Venus

AUNQUE SU MADRE NO QUERÍA TENER MÁS HIJOS, SU PADRE HIZO TODO LO POSIBLE PARA QUE NACIERA UNA TENISTA QUE ALEJARA A LOS WILLIAMS DE LA POBREZA. ASÍ CONSTRUYÓ UNA MÁQUINA DE GANAR.

Domingo 11 de junio de 1978. La rumana Virginia Ruzici derrota 6-2 y 6-2 a Mima Jausovec, se consagra campeona de Roland Garros y recibe un premio de 30 mil dólares. En su cama matrimonial ubicada en Compton, Los Angeles, Richard Williams ve las imágenes por TV. De pronto, apunta su mirada al vientre de su esposa y sonríe.
Ella, Oracene, tiene tres hijas de su anterior matrimonio y no desea más: la vida en Compton es peligrosa y el dinero sólo alcanza para respirar sin pedirle aire a nadie. Él, Richard, limpia edificios y cree que sólo necesita dos cosas para salvarse: determinación y un hijo. La determinación la demuestra de inmediato: le esconde las pastillas anticonceptivas a Oracene e incita una y otra vez a que ambos mantengan relaciones sexuales.
Martes 17 de junio de 1980. Nace el fruto de la determinación de Richard: se llama Venus Ebone Starr Williams. Desde muy pequeña, ella (y su hermana Serena, que nace en 1981) practica tenis en los arruinados campos de juego de Compton. Un día, las pequeñas Williams quedan en medio de un tiroteo producido a metros de sus raquetas. Richard ve peligrar su negocio, muda a su familia a Florida y juega su naipe fuerte: inscribe a ambas en la escuela de tenis Delray Beach. Venus tiene 11 años y practica seis horas por día, seis días a la semana. Papá sonríe.
En los torneos regionales de la USTA (United States Tennis Association), Venus gana sus 63 enfrentamientos. Su primer torneo profesional lo juega a los 14 años. Triunfa en el debut y su segunda rival es Arantxa Sánchez, Nº2 del ranking mundial. Venus toma ventaja de 6-2 y 3-1, pero siente el cansancio y termina perdiendo.
Evoluciona rápidamente y a los 17 años, ya en el 66º puesto, disputa su primer US Open. Gana 6 partidos y se convierte en la primera no preclasificada finalista desde 1968. Cae ante Martina Hingis (1ª) 6-0 y 6-4.
Comienza a acumular torneos: entre 1998 y 1999 gana 9. En cuatro elimina a la suiza Hingis y en dos a Lindsay Davenport (Nº2). Trepa al tercer lugar del ranking, pero una tendinitis en sus muñecas la aleja del tenis hasta mayo de 2000. Es la primera de las muchas veces que se habla de un retiro prematuro. “Varios deportistas negros salieron de un gueto, como Venus, y gastaron su dinero en cuatro o cinco años –dice Richard–. Ella ya no necesita al tenis: a los 30 podrá tener doce negocios”.
El ‘Proyecto Williams’ triunfa, al punto que Serena gana el US Open ‘99. ¿En qué se basa el éxito? Técnicamente depuradas desde pequeñas (36 horas semanales no fueron en vano), poseen fortaleza ante la adversidad (edificada en su infancia violenta y en un padre violento, al menos en sus métodos) y cuerpos de hierro, potentes, musculosos. Venus mide 1,85, pesa 73 kilos y tiene un brazo derecho prodigioso.
Su vuelta al circuito en 2000 es avasallante. Gana 35 juegos seguidos (tres a Hingis, dos a Davenport, uno a Serena), obteniendo los títulos en Wimbledon (su primer Grand Slam), Stanford, San Diego, New Haven, el US Open y la medalla de oro en los Juegos Olímpicos. En Sydney, además, logra otra dorada en dobles. “Es la que más valoro, porque la gané con mi hermana y mi mejor amiga”, dice en una de sus pocas frases dulces. Porque tras firmar un contrato con Reebok que le otorga 40 millones de dólares en cinco años, el costado antipático de Venus se potencia. Las críticas contra sus rivales y su agresividad (herencia de papá) generan una batalla mediática: las Williams vs Hingis-Davenport. Y, cuando deja el tenis temporalmente para estudiar diseño, despierta el enojo de Billie Jean King, gran ex tenista y capitana de Estados Unidos: “Que haga lo que quiera, pero... ¿qué es lo que realmente quiere de su vida? ¿Quiere ser tenista o no?”.
Vuelve al tenis dos meses después, gana otra vez Wimbledon y el US Open (final contra Serena) y en febrero de 2002 alcanza el Nº1 del ranking. Nadie puede derrotarla... excepto su hermana. Entre las dos suman 15 torneos en el año, ocupan los dos primeros lugares del ranking, juegan entre sí cuatro finales de Grand Slam consecutivas... y todas las gana Serena.
De golpe, los golpes. La denuncia nunca comprobada de que su papá había maltratado a su madre hasta fracturarle tres costillas termina en divorcio. Y el 14 de septiembre de 2003, Yetunde (la mayor de sus hermanas) muere al quedar en medio de un tiroteo cuando visitaba amigos en Compton. El pasado, mal vestido, no golpeó la puerta antes de golpear la vida de Venus.
Durante seis meses abandona el tenis, asimila el dolor. El retorno, esta vez, no es fácil. En 2004 termina 9ª, lejos del nivel exageradamente alto del pasado. Algo más ha cambiado: disminuye su arrogancia, calma su personalidad. Venus es irregular; es humana. Gana y pierde como cualquiera. Pero, cuando se enfoca en el tenis, ocurre lo de Wimbledon 2005: liquida a Maria Sharapova (2ª) y, en la final más larga de la historia, levanta un match point y derrota a Davenport (1ª).
En 2006 juega apenas 19 partidos y desciende al puesto 48. En 2007 festeja otra vez en Wimbledon, tras llegar como 23ª favorita y eliminar a Sharapova, Kuznetsova e Ivanovic. Nunca una tenista ubicada en un puesto tan bajo había obtenido el trofeo.
Su irregularidad, sin embargo, no finaliza nunca. Quizá porque dentro suyo ya no existe esa obsesión por demostrar superioridad. Quizá porque intenta desterrar etapas tristes del pasado y formar una vida propia, no sólo la que su padre soñó para ella. Entonces, en 2008 anuncia (otra vez) su retiro, pero se arrepiente rápido y gana su quinto Wimbledon, derrotando en la final a Serena. Y se lleva el Masters, y termina 6ª la temporada, y...
Y anuncia que habrá que tener los ojos muy abiertos, porque aunque Venus Williams hoy sea diseñadora de indumentaria, Testigo de Jehová, aficionada a la historia rusa y una mujer con ambiciones propias, no ha dejado completamente de ser (para bien o para mal) la hija ideal que planeó su padre: una máquina de ganar dinero jugando al tenis mejor que nadie.


Venus Williams, cifra a cifra
Venus acumula la impactante suma de 16 títulos de Grand Slam. Ganó siete en singles (cinco veces Wimbledon y dos el US Open), siete en dobles (tres Wimbledon, dos Australia, Roland Garros y Australia, todos junto a su hermana Serena) y dos en dobles mixto (Australia y Roland Garros, ambos en 1998 y con Justin Gimelstob). Sus 39 títulos en singles la ubican como la 12ª mujer más ganadora de la historia. En la comparación familiar, acumula 7 torneos más que Serena. Ha sido número 1 del ranking mundial de la WTA durante 11 semanas en 2002. En sus enfrentamientos con otras Nº1, tiene record negativo ante Martina Hingis (10-11) y Lindsay Davenport (13-14), y positivo frente a Justine Henin (7-2). El registro total en su carrera como singlista es de 515 victorias y 121 derrotas (en dobles, 107-20) y lleva ganados 22 millones de dólares en premios.

PUBLICADO EN FOX SPORTS (PUERTO RICO) Nº23, FEBRERO DE 2009

viernes, 9 de julio de 2010

Sobrevivir a la derrota

En Argentina sigue gobernando la dictadura del último resultado. En [W] elegimos la democracia del pensamiento.

El deporte no sólo está rodeado de exitismo, sino de un exitismo espantosamente fugaz. Los últimos resultados determinan la grandeza o la inutilidad de una persona. Hoy, Diego Cagna es Dios, José Sand es Gardel y el plantel de River está compuesto por burros. David Nalbandian es un mercenario, Basile es un borracho y Los Pumas no le ganan a nadie. Oponerse teóricamente al exitismo es fácil. Llevarlo a la práctica es otra cosa. Intentémoslo.

Diego Simeone es un muy buen entrenador. Hizo gatear a un Racing destruido, mejoró a un buen Estudiantes que fue campeón después de 23 años y cortó la mala racha de River. Claro, San Lorenzo lo eliminó de la Copa Libertadores con dos hombres menos, tuvo un mal comienzo del Apertura 2008 y se fue del club. ¿Un puñado de malos resultados invalidan su carrera? Nada de eso. Es sólo cuestión de tiempo para que el ‘Cholo’ vuelva a demostrar su capacidad.

Cristian Fabbiani no tiene nivel de Selección. Vivió un Apertura magnífico en Newell’s, mejorando su capacidad goleadora y haciendo pesar su contextura física. ¿Un buen torneo agiganta su carrera? Nada de eso. El Ogro se fue de Lanús por la puerta de atrás y su experiencia en Rumania no fue una maravilla ni mucho menos. Si consigue sostener su evolución, será otra historia, pero aún está lejos de lo que pueden ofrecer Messi, Tevez, Milito o Lisandro López.

David Nalbandian es un crack. Tiene un talento escalofriante, construyó una carrera memorable con siete años en la elite y dejó mucho en busca de la Copa Davis. ¿Sus intereses personales y sus diferencias con el equipo argentino lo convierten en inservible? Nada de eso. David es tan grosso con una raqueta que hasta pasea a Ferrer en una final de Copa Davis y algunos ya ni se acuerdan de ese triunfo.

La lista puede ser eterna. Héctor Cúper no es un perdedor, sino un entrenador que potencia a sus equipos. Verón no fue trotando a tirar un corner en el Mundial 2002 porque se vendió, sino porque creía que había que tener mente fría en ese momento, como lo creyó durante el resto de su brillante carrera (¿alguien lo vio correr para tirar un corner alguna vez?). Y, para ser justos, Argentina no es un país de exitistas infradotados, sino un sitio donde demasiadas veces sólo existen los genios y los idiotas, y nadie se detiene a pensar que alguno de esos dos carteles muy pronto caerá sobre su cabeza.

PUBLICADO EN REVISTA [W] Nº1, ENERO DE 2009

martes, 6 de julio de 2010

Milito es el nuevo héroe de Genoa

Un final épico, una gloria tan fugaz como preciosa. Diego Alberto Milito gritó dos goles ante 37 mil hinchas y le dio campeonato y ascenso a Genoa, en un partido infartante que terminó de transformarlo en un verdadero héroe genovés.

"Esto es increíble. No me imaginaba algo así, estoy muy feliz", le dijo a Clarín en medio de los festejos. Llegó a la ciudad en enero de 2004, con el equipo a punto de caer a la Tercera División. Debutó con un gol. Y luego otro. Y otro. En seis meses, hizo 12 y empujó al equipo hasta salvarlo del descenso. Ya era muy querido. En esta temporada empezó con un gol. Y otro. Y otro. Hizo 21 (fue el segundo canonniere) y llevó a Il Grifone a la Serie A.

"Logramos el título sufriendo mucho", dijo. Razón no le faltó. Había dos ascensos y un título en juego. A 25 minutos del final, Empoli, Torino, Perugia y Genoa sumaban 74 puntos. Todos punteros, todos expectantes. Todo cambió. Alguien lo cambió. Milito (había marcado el primer gol) hizo su aparición mágica y le dio al Genoa el 3-2 ante Venezia. El ascenso, luego de diez años. Y el campeonato. Lucas Rimoldi también festejó como titular, luego de un año de esfuerzo. El Empoli de Almirón logró el 2º puesto. Perugia, Torino, Treviso y Ascoli jugarán por el tercer ascenso.

Fue el segundo título de Milito (ganó con Racing el Apertura 2001), que suma 79 goles en total: 42 en Racing, 3 en la Selección y 34 en Genoa. El entrenador, Serse Cosmi, lo banca. El presidente, Enrico Preziosi, lo adora. El pueblo genovés lo ama. Y él pide a gritos (de gol) un lugar en la Selección: "No es fácil, pero siempre sueño con eso". El festejo, trepado sobre el travesaño y ovacionado, fue el mejor cierre para una temporada en la que Milito dejó de ser héroe sólo en Avellaneda. Ahora, también, se ganó el título en Genoa.

PUBLICADO EN CLARÍN EL 12 DE JUNIO DE 2005