Por Martín Estévez
El primer caso se había conocido el último miércoles: se trató de un inmigrante paraguayo. Este domingo, la expansión fue asombrosa.
El miércoles 24 de febrero se produjo un valiente acto de rebeldía individual: durante el partido Racing-Bolívar, el futbolista paraguayo Oscar Romero les pidió a los hinchas locales que dejaran de cantar una tradicional canción llena de xenofobia, dirigida al futuro rival (Boca), pero hiriente para paraguayos y bolivianos. El público, inteligente, aceptó la propuesta y se dedicó a ovacionarlo.
Sin embargo, existía el riesgo de que se hubiera tratado de una licencia temporal, de un regalo pasajero para Romero, que la estaba rompiendo, y nada más. Cuando Boca realmente estuviera enfrente, la euforia de los hinchas podía arruinarlo todo.
El domingo 28 de febrero llegó el esperado Racing-Boca: se sabría si el pedido de Romero había generado una concientización real o si se trataba de demagogia popular, de una máscara para no fastidiar al nuevo ídolo.
Mientras se jugaba el partido, mientras Aued perseguía a Tevez, y Roger Martínez complicaba a Insaurralde, una porción de la sociedad argentina estaba jugándose algo mucho más importante que tres puntos: 40.000 personas (casi un 0,1% de la población nacional) podían dar, en un ambiente tan violento como el del fútbol, un paso hacia adelante en la evolución humana. Podían demostrar que el respeto por los demás está por encima de una competencia deportiva.
Entre los 5 y los 15 minutos del primer tiempo casi se arruina todo. En dos ocasiones, un grupito de 200 personas, la mayoría del núcleo de mercenarios llamados barrabravas, comenzó a cantar esa misma estúpida canción. La reacción fue inmediata y emocionante, las dos veces: chiflidos primero, como reprobación; y después aliento para Romero, para Racing, para lo que fuera con tal de tapar ese odio vestido de xenofobia.
Fueron 200 los que quisieron sostener la absurda historia de la superioridad de una nacionalidad sobre otra; pero fueron 39.800 los que vieron en aquel acto de Romero, cuatro días antes, un impulso para hacerse cargo de sus responsabilidades. Fue tan abrumadora la reacción, que ya nadie intentó volver a insultar a paraguayos y bolivianos durante el resto del partido. La valentía de Romero se convirtió en una epidemia que los había afectado hasta las venas.
Fue un cambio pequeño, sí, que no convierte en inocente al ambiente del fútbol. De hecho, el resto de las canciones no fueron xenófobas, pero tuvieron un alto grado de violencia en sus letras. Sin embargo, los grandes cambios tardan siglos en llegar y cada pequeño paso, como este, ayuda a que la espera sea más corta y reconfortante.
El domingo 28 de febrero de 2016 podría haber sido un día más, pero gracias a Romero y a otras 39.800 personas, no lo fue. Porque en un continente llamado América, en un país llamado Argentina y justo en una ciudad llamada Avellaneda, donde 14 años antes la Policía Federal asesinó a Darío Santillán y Maximiliano Kosteki sólo porque defendían sus derechos, existieron 90 minutos durante los cuales, en un estadio de fútbol, ya no se cantaron canciones contra los inmigrantes. Donde la xenofobia se quedó sin coristas. Porque durante 90 minutos, en un rinconcito chiquito del universo, hubo un poco más de justicia.
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