lunes, 14 de octubre de 2013

Por qué amo a Federer

Por Martín Estévez

Es difícil decir algo que no se haya dicho sobre el mejor tenista de la historia, entonces apelamos a los sentimientos. Uno de nuestros periodistas es también uno de sus millones de admiradores e intenta explicar los motivos por los que el suizo genera cariño y respeto en dosis casi universales.

Al demonio con la objetividad periodística: amo a Federer. Es mi héroe. Hay que partir desde ese punto de vista (o desde ese estado emocional) para no indignarse con todo lo que voy a decir. Perdonen que escriba así en una revista prestigiosa y seria como El Gráfico pero, a esta altura, no sé si quiero más a Roger o a mi mamá.

Sé también que no soy el único. El amor por Roger se multiplica. Lo quieren los fanáticos del tenis y los no tan fanáticos. Lo quieren hombres y mujeres. Europeos y africanos. Periodistas, agentes de prensa, los valientes, los cobardes. Lo quieren hasta sus rivales. Cuesta recordar una crítica negativa sobre él. Y si existió alguna, mi cerebro se encargó de borrarla rápidamente: no toquen a Roger.

Cuando gana, lo engrandece su reacción humilde. Cuando pierde, lo engrandece su dignidad. Y lo mejor es que no es uno de esos tibios a los que todo les da lo mismo. Federer vive con fuego en el pecho. Cuando era más joven, se la pasaba gritando, rompiendo raquetas, protestando. Fue tan mundano como cualquiera de nosotros, y eso lo hace más querible: se frustraba ante la derrota, le daban ataques de rabia casi ridículos, sufría. Roger no nació con un don; lo construyó.

Existe una leyenda en Suiza (y si no existe, la acabo de inventar) que cuenta que, en mayo de 2003, los espíritus de los principales tenistas muertos se acercaron a Federer, que dormía tras una dura derrota ante el peruano Luis Horna en la primera ronda de Roland Garros, y le revelaron los secretos del tenis. A partir de entonces, comprendió que no debía exteriorizar su fuego interno rompiendo raquetas, sino mantenerlo dentro suyo. Roger, más que contra sus rivales, pelea contra sí mismo. Es probable que la leyenda sea apócrifa, pero es una explicación posible para su perfección.

Perfección, sí. Desde la razón se puede argumentar que Roger, como todo ser humano, tiene que estar lleno de defectos, deudas de honor, momentos fallidos, vanidad. Pero, como dice Alejandro Dolina, los hombres sensibles no creemos en ninguna razón que no nos haga llorar. Y, también citando a Dolina, quien conoce a fondo los mecanismos de la razón acaban por desconfiar de ella. La razón dice que no puede ser perfecto; pero Roger, a su modo, es perfecto, porque hasta sus imperfecciones son admirables.

Aunque competir contra los poderosos suele generar ansias de arrancarles la corona, los rivales de Federer son felices al enfrentarlo. Sienten la extraña ambigüedad de saber que la derrota es casi segura junto a la alegría de que podrán contarles a sus seres queridos que jugaron contra él. Los envidio. Qué más quisiera yo que correr inútilmente un revés perfecto de Roger. Cuánto disfrutaría irme 0-6 y 0-6 de un partido contra él. Mi sueño es ser humillado por una sutileza nacida en su raqueta.

Los perdedores siempre somos más queribles, menos peligrosos. Nuestros amigos no temen que les robemos a sus novias, nuestros enemigos saben que nunca les ganaremos, nuestros jefes están seguros de que no estamos interesados en quedarnos con su puesto. Federer, en cambio, consigue simpatías más difíciles: lo quieren aunque gana siempre. Gana incluso cuando pierde; porque si Nadal o Djokovic, después de correr cinco horas y derrotarlo con lo justo, lo celebran como una hazaña, su imagen imbatible termina creciendo.

Tiene todas en contra, Roger: además de ganador, es suizo. Con todo respeto por los helvéticos, se me ocurren pocas naciones más antipáticas para los argentinos sensibles que Suiza, con su armonía, su aparente perfección, sus misterios fiscales y su frialdad. Un uruguayo, un ucraniano o un ugandés tienen viento favorable para ser amados en nuestra tierra. Un suizo, no. Desde aquí, esbozamos una teoría que los refutadores de leyendas desbaratarán con los siempre toscos argumentos de la razón: Federer no es suizo. Aunque lo digan su partida de nacimiento o sus padres, tiene que haber nacido en Cuba, o en una islita de Oceanía, o en Montevideo. No es posible que amemos tanto a un suizo.

Su relación con el poder también genera ganas de abrazarlo. Podría ser un obsecuente amigo de los mezquinos o un demagogo que aprovecha la inmunidad de sus triunfos. Ni una cosa ni otra. Es un líder admirado por sus compañeros (lo eligieron presidente del consejo de jugadores) e incómodo para los mercaderes del tenis. Rafa Nadal, más impulsivo, dijo en enero que deseaba que Roger hiciera pública su disconformidad con las exigencias del circuito. “Es muy fácil no decir nada, quedar como un gentleman y que se quemen los demás –le apuntó-. Él acaba su carrera como una rosa porque tiene un físico privilegiado, pero los demás no acabaremos de rositas”. Declaración fuerte a la que Roger podría haber contestado dándole de comer al periodismo indeseable. Nada de revolear raquetas: respiró hondo, con sabiduría, y habló a solas con Nadal. Días después, Rafa se retractó y pidió disculpas públicas. ¿Qué sucedió en ese encuentro? Federer le explicó que consideraba que las opiniones personales atentaban contra los pensamientos colectivos, y que como presidente del consejo le parecía más correcto expresarse luego de discutir un tema con sus compañeros que declarar algo que pudiera atentar contra la unión de los jugadores. Acto seguido, le aseguró que no tenía problemas en criticar a los organizadores, siempre y cuando esa crítica fuera consensuada con sus compañeros. Un genio.

¿Qué decir de Mirka Vavrinec, su mujer? Que la queremos casi tanto como a él. Roger podría haberse transformado en un ostentador de modelos operadas, en uno de esos tipos que no se dan cuenta de que sólo se le acercan por su fama. Pero no. Se enamoró de Mirka cuando ambos disputaban los Juegos Olímpicos de 2000, llevan doce años juntos y sumaron a la familia a las mellizas Myla y Charlene. Que quede claro: no nos interesa si existen o no infidelidades, peleas, pactos secretos. Lo que hagan Roger y Mirka con su vida privada es, justamente, privado. Nosotros le creemos cuando mira a la tribuna después de ganar su Grand Slam número 17 y dice que es feliz viéndolas ahí. Y le creemos a Mirka cuando pone esa cara inocente de “cómo te quiero, Roger”.

Muchos deportistas crean una fundación benéfica con su nombre para pagar menos impuestos. Federer podría haber hecho lo mismo, pero multiplicó la apuesta: colabora con decenas de causas a la vez. La organización Imbewu intenta generar cambios sociales en Sudáfrica con la base de su aporte económico. Los afectados por el huracán Katrina, por el tsunami en el océano Indico, por el terremoto en Japón también le importaron. Organizó exhibiciones a beneficio de Haití y para pelear contra el hambre que azota al Africa. Campañas para la prevención del sida, en favor de la consciencia ecológica, por el respeto a los derechos humanos: Federer está en todo lo que puede. Muchas veces colabora anónimamente. Podría quedarse en su casa contando billetes, pero se dedica a pensar en cómo repartirlos. No será un revolucionario, pero es un ejemplo.

Fue viéndolo ganar otra vez en Wimbledon, con su sencillez tan compleja, con su complejidad tan sencilla, cuando pensé si no lo quiero más que a mi mamá. La respuesta, lamento desilusionarlos, es no. Pero cuidado, vieja, porque si Roger gana el US Open otra vez con esa cara de vecino buena onda, de amigo que nunca te falla, tu reinado también estará en riesgo.


PUBLICADO EN EL GRÁFICO Nº4425 (AGOSTO DE 2012)

1 comentario:

  1. No,no... te morís con esta. Creo que no paré de reirme.

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